Amor y Erotismo


Selección de Gabriela Lira

 

La pornografía se nutre de la represión y del miedo a los cuerpos, no del libertinaje. Y aunque la moral judeocristiana la condene de dientes para afuera, en el fondo le complace que el hombre se entregue a la contemplación de imágenes obscenas, mientras no intente ser el actor de su propia orgía.

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Se puede medir el deterioro de una relación amorosa por la frecuencia con que los amantes intercambian frases dulzonas y diminutivos tiernos. La pasión gruñe, insulta o brama: el tedio ronronea.

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Se tendió al borde de la cama con las piernas abiertas, mientras yo lamía su clítoris arrodillado en la alfombra. El sexo de las mujeres tiene su propia voz, lo he comprobado al bucear en esas profundidades. El de Antonia emitía ruidos guturales parecidos al borboteo de una fuente.

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La mitad del placer que obtiene una pareja adúltera proviene de colocar al engañado en una posición de inferioridad. Quítenle a dos amantes el gusto de lastimar o de creer que lastiman y su aventura se tornará más desabrida que un matrimonio.

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La libertad sexual no siempre aguijonea el deseo, como creen los conservadores. La importancia desmedida que le dábamos al sexo, al grado de considerarlo el fin último de la existencia, envolvía la iniciación amorosa en una atmósfera de gravedad, que podía resultar inhibitoria para un carácter sugestionable. La deificación del sexo, en mi caso, tuvo el efecto pernicioso de hacerme confundir el placer con el deber.

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¿Por qué la voluntad puede alzar una pierna o un brazo y en cambio no tiene control sobre el pene? ¿Acaso Dios lo yergue desde el cielo? ¿Qué oscuro poder gobierna el mecanismo hidráulico de la erección?

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El don de controlar sus erecciones le permitía dominar a las mujeres sin riesgo de ser dominado, hacerlas gozar como perras con el mínimo compromiso emocional, como si levantara pesas en un gimnasio. Daba placer con filantropía, pero ninguna mujer podía ufanarse de haberle robado la voluntad.

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Su estrellato en el cine porno predisponía a las mujeres a la lujuria pero no a la entrega amorosa. Era el tipo de hombre al que las mujeres usan para coger, mientras le dan el corazón a otro, por lo general menos diestro en la cama.

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Creía saberlo todo en materia de erotismo y descubrió que hasta entonces su piel había sido una callosidad insensible, una especie de cáscara amortiguadora, pues la piel enamorada que ahora estrenaba expandía la sensibilidad individual: era una piel entreguista, propensa a cambiar de dueño, con electrones desleales y tránsfugas que tendían un arco voltaico entre su cuerpo y el infinito.

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Había pensado que forzando la máquina un poco más quizá podría morir de placer. Esa idea no lo atemorizaba, al contrario, le infundía una especie de exaltación heroica. ¿Para qué administrar la entrega hasta ver la pasión convertida en rutina? Mejor ascender hasta el firmamento y despedirse del mundo con una gran llamarada.

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Por entregarse a ella con la inocencia de los corderos, había dejado un vacío de poder en la bisagra donde se juntan el cuerpo y el alma. Tal vez el amor fuera eso: una irreversible cesión de soberanía.

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El odio no es incompatible con el apetito venéreo, más bien puede potenciarlo, y en ese compás de espera casi llegué a confundir mi deseo de venganza con el molesto hormigueo de la hambruna sexual. Suena monstruoso, bien lo sé, pero así funciona la fisiología de las pasiones.

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Se había concedido todas las libertades menos la más importante: la libertad de encadenarse a la mujer amada.

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Los signos de status que rodean un cuerpo lo excitaban casi tanto como el cuerpo mismo. Eran, por así decirlo, el valor agregado de la belleza, una plusvalía erótica que había codiciado en secreto durante su larga carrera de empleado solícito y genuflexo.

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Ella eran un mero instrumento para glorificar su pene, para ceñirle la diadema de emperador y pasearlo en triunfo por las calles de Roma.

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El amor, ahora lo entendía, era una proclividad a ceder el mando de la plaza, a reconocer con modestia que una parte de sí mismo ya juró otra bandera. El tenía vedada esa experiencia porque jamás bajaba la guardia ante un cuerpo hermoso. Era un atleta del sexo, pero un paralítico del amor.

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Dios mío, cuánta vanidad puede caber en un pene invicto.

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El amor es rezar cuerpo a cuerpo, murmurar plegarias con el pene, la vagina, la lengua y el ano. Cuanto más sucia sea la plegaria, más pronto llega a los oídos de Dios.

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Hay que cumplir los caprichos del cuerpo con la humildad de un filósofo que se falta al respeto a sí mismo, a su altiva y envarada racionalidad, para saltar desnudo al charco de las ranas.

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Debía resignarse a la soledad, o a su prima hermana, la promiscuidad.

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La había amado siempre como un millonario con un presentimiento de ruina, porque intuía la existencia de un mecanismo nivelador, regido por mezquinos espíritus subterráneos, que provocaba sismos, tornados y eclipses cuando una pareja de amantes rebasaba su cuota de plenitud egoísta. Ser feliz era un acto de soberbia, una deslealtad hacia el prójimo que el mundo y la sociedad no podían consentir sin tomar represalias.

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Se preguntó si el amor, llevado a extremos fundamentalistas, dinamitaba el orden con el secreto anhelo de perecer bajo sus escombros.

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A veces, mientras leo la Sagrada Escritura, veo tu desnudez interpuesta entre mis ojos y la palabra de Dios: de tal suerte es la cadena de acero con que me tienes atado.

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Dichosas putas: a cambio de la deshonra y el repudio social, ¡cuánta libertad para hacer su regalada gana! Era una cruel paradoja que la doncella más rica del reino, propietaria de ingenios, minas y haciendas, no fuera dueña de su propio cuerpo, el único bien terrenal que de verdad le importaba.

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El escrutinio público de la vida privada enturbia el amor al convertir la intimidad en teatro fiscalizado.

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La cultura permisiva y la emancipación de la mujer han dejado incólume la herencia más nefasta de la moral judeocristiana: la importancia de la conducta sexual como fuente de honorabilidad o descrédito público. La modernidad no vencerá a la moral de las apariencias ni habrá una verdadera liberación sexual mientras tanta gente liberada crea que los placeres de la carne quitan o dan honor.

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Disfrutaba una especie de orgasmo espiritual, una eyaculación hacia adentro, más placentera que si lanzara chorros de semen.

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Cuando más difícil parecía la conquista de Germán, cuando ya se había resignado a sublimar los instintos en el páramo estoico de la amistad amorosa, una verga tiesa había irrumpido en el escenario, como el Dios en máquina de la tragedia griega, para llevarlo al Olimpo en un carro de fuego.

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Mi cuerpo y yo somos siameses, acudimos a las citas de amor a regañadientes, viéndonos de reojo. Le permito sus excesos siempre y cuando no los cometa delante de mí.