Selección de Gabriela Lira
El neurótico no puede identificarse fácilmente con los paladines del bien, ya sean ficticios o reales, ni atribuir a los demás los defectos que no soporta ver en sí mismo, como la mayoría de la gente sensata, pues todo neurótico, por su propensión a verse con los ojos de otro, está en guardia permanente contra la zona oscura y perversa de su carácter. La neurosis es oposición a uno mismo, el melodrama es autocompasión disfrazada de amor al prójimo.
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Hay una bomba de neutrones alojada en la mente del hombre contemporáneo: la creencia en la pureza del alma humana.
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Su individualismo lindaba con la misantropía. Se guarecía de la vida tras una coraza inexpugnable y rechazaba cualquier demostración de afecto que pudiera resquebrajarla. Odiaba ser así, pero, ¿cómo remediarlo? ¿Tomando un curso de meditación trascendental? Corría el riesgo de encontrarse a sí misma, cuando lo que más deseaba era perderse de vista.
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Bienaventurados los espíritus simples que viven a salvo de aprensiones metafísicas, satisfechos de su breve paso por la tierra, sin reparar en el mecanismo ciego que se complace en dar vida solo para continuar matando.
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¿Quién soy? ¿Para qué vine al mundo? ¿Por qué no puedo encontrarle gusto a la vida? Los filósofos no son los únicos que se hacen estas preguntas: también los vividores profesionales. La diferencia es que ellos no buscan respuestas; sólo nutren su indolencia con ellas, y a veces, bajo el efecto del alcohol o las drogas, llegan a sentir que la pereza contemplativa es un sello de distinción.
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El odio es un trance hipnótico del que siempre se despierta demasiado tarde.
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Qué formidable descanso abdicar por un momento del yo, fundirte con los demás en una familia compacta, donde los otros piensan y hablan por ti.
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De la soledad extrema puede brotar una bulimia del alma, una depuración contemplativa del intelecto que tal vez atrofie la afectividad, como se atrofia la circulación sanguínea en una vena con trombosis múltiple, pero ennoblece a cualquiera que haya dominado sus ansias de compañía.
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A pesar de sus efectos demoledores, la cruda deja enseñanzas de gran valía. Ningún acto de contrición purifica tanto como ella. Un crudo nunca peca de soberbio, porque el dolor le baja los humos y lo acerca a la humanidad sufriente. La cruda es una escuela de humildad, pues deja a sus víctimas en tal estado de indefensión que no pueden ni alzarle la voz a una mosca. La zozobra de la cruda sólo se transforma en poesía al pasar por el tamiz de la sobriedad, pero hay que padecerla para volver del averno con un puñado de luz.
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Me quejo por el abandono de mis amigos, y sin embargo, cuando marco un número de teléfono siempre deseo que en lugar de una voz humana me conteste una máquina contestadora.
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Querer vivir como si la vida fuera un bolero puede conducirnos a la locura o a la cirrosis. Pero un destino peor le espera a la gente sensata, sobria, enemiga de los desfiguros, que rige su vida por el principio de evitar riesgos, y por miedo a perder la compostura, ni siquiera conoce el sabor de sus penas.
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Los insomnes medimos las horas con los relojes flácidos de Dalí, donde las horas no pasan, porque se quedan atoradas en una masa viscosa.
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Un enfermo de cáncer y un enfermo de hastío pueden soportar el dolor con valentía: lo que no soportan es la humillación de verse convertidos en un cronómetro de cuenta regresiva. Más que la edad, lo que define si alguien es joven o viejo es la mayor o menor atención prestada a ese conteo perentorio: quien lo ignora vive a plenitud hasta el final, quien la escucha con morbosa curiosidad fallece muchos años antes de exhalar el último aliento.
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Muchos turistas no disfrutan sus vacaciones por la obsesión de sacarse fotos en todo momento y lugar. Más que disfrutar el viaje les importa dejar un testimonio de la felicidad que nunca experimentaron. Cuando toman la foto piensan en el futuro, cuando la contemplan en el álbum piensan en el pasado. Nunca están vivos en el presente.
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Quizá la sensación de poderío que nos proporcionan las infinitas posibilidades comunicativas de la era moderna sea una trampa diabólica para exacerbar el pecado capital de nuestra época: el egoísmo disimulado que nos incita a reclamar la atención de prójimo con el secreto fin de anularlo.
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Con su tobogán de subidas eufóricas y caídas en el abismo, el consumo de drogas mantiene vigente el espíritu de la tragedia en el mundo contemporáneo, si bien ahora la acción dramática se ha mudado al cerebro del adicto. Depender de una sustancia para soportar la vida equivale a sustituir la fuerza del destino por una fatalidad artificial, como si el hombre agobiado por un exceso de libertad encomendara a la droga la función determinista que en tiempos de Esquilo desempeñaban los dioses.
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La saña de los bufones literarios parece confirmar que el talento para hacer reír proviene de una fuente sucia. La sátira y la comedia fracasan cuando no lastiman al prójimo, porque su eficacia se mide por el número de orgullos que hieren. Incluso el humor blanco recurre a la violencia para provocar la risa infantil: de niños nos alegra el dolor de un payaso apaleado, de grandes la deshonra de un marido cornudo.
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De la diaria confrontación con la seriedad de la vida pública y privada brotan los mejores impulsos para hacerla saltar en pedazos, porque nadie con un mínimo de lucidez puede tolerar la propensión del hombre a darse importancia. En buena medida, el sentido del humor es una capacidad de desdoblamiento que permite vivir en un infierno y verlo desde lejos como una fiesta.
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El humor desganado, como el sexo obligatorio, sólo puede engendrar hastío, como bien saben los libretistas cómicos de la televisión, similares en más de un sentido a los actores de películas porno.
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En la casa eras un rey, o más bien creías serlo, pues nunca te diste cuenta de que yo fingía obediencia para dominarte mejor. Así como lo oyes: yo he mandado siempre desde el suelo donde estoy tendida a tus pies.
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Trataba de revestir el origen inconfesable de su fortuna con la falsa dignidad del buen gusto.
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El hombre se inventa máscaras para ocultar su vileza, y la más peligrosa de todas es la máscara del justo, porque proporcionaba a los idiotas un reflejo idealizado de su propio carácter.
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La hostilidad que Mauro encontraba por todas partes era su principal acicate para jotear. Sabía por experiencia que la gente estaba dispuesta a tolerar a una loca agachada, no a un homosexual de voz mandona y carácter fuerte. Cuando provocaba muecas de asco en la calle sentía la satisfacción del deber cumplido.
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Tal vez la definición de una preferencia sexual no sea tanto una cuestión de hormonas, sino de equilibrio psicológico.
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El problema de tener un alma de cristal es que cualquiera se siente con derecho a tirarle una pedrada.
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Dios, o como se llamara el hijo de puta que gobernaba el destino humano, estaba en deuda con ella. Le debía un romance tierno en la cabaña de un bosque, una tarde de amor con lluvia en las ventanas y fuego en la chimenea. En vez de ser el alma de las fiestas hubiera deseado que alguien fuera la fiesta de su alma.
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Inés y Milagros no eran moralistas por convicción: eran moralistas por amargura. Ni siquiera tenían un legítimo horror al pecado: condenaban la fiesta de la carne y el instinto porque se habían quedado fuera de ella a disgusto. Qué afán de tan enfermo de reglamentar las mareas del océano, de ponerle cerrojos al infinito.